Por Alan Yamil Hinojosa

Hay viajes que no se olvidan porque, más allá del destino, te transforman. Así fue mi visita reciente a Michoacán, tierra de sabores profundos y memorias que se sirven en platos humeantes, en medio de paisajes que parecen bordados a mano por los dioses. Y no es casualidad: este viaje coincidió con un momento histórico para la cocina tradicional mexicana.


En una ceremonia que hizo vibrar el Palacio de Bellas Artes, la maestra Juana Bravo Lázaro —cocinera tradicional, bordadora y artista textil purépecha de Angahuan— fue reconocida con el Premio Nacional de Artes y Literatura 2024 en la categoría de Artes y Tradiciones Populares. Su grito emocionado resonó como un eco profundo de resistencia y orgullo: “¡Viva México, vivan las mujeres de la Meseta, viva Michoacán!”.


Y es que Michoacán no sólo alimenta el cuerpo: nutre el alma.


Llegué a Morelia por la nueva ruta aérea que Volaris abrió entre Puerto Vallarta y la capital michoacana. Una conexión que más que unir destinos, entrelaza dos formas de entender la vida: el mar y la milpa, el fogón y la mesa compartida.


La cocina tradicional mexicana, declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, es viva, comunitaria y ancestral. Pero en Michoacán, más que un reconocimiento, es una forma de resistencia. En sus pueblos mágicos —en su gente, en sus cocineras purépechas— esta tradición no sólo sobrevive: florece.
Una tarde entre las calles de Santa Clara del Cobre me encontré con la deliciosa irreverencia de la torta de tostada: pan blanco untado con frijoles, carne apache, una tostada crujiente y queso de puerco. Un platillo que, como el cobre que se trabaja en la zona, mezcla fuerza y tradición.


Probé la sopa tarasca —la original— en el Restaurante Mi Rancho, en el corazón de Morelia: espesa, especiada, con ese sabor a casa de abuela que nadie puede imitar. En Cenaduría Mi Lupita 1 y 2 sentí el calor de las familias michoacanas que siguen reuniéndose alrededor del antojo nocturno, del guisado que calma y celebra a la vez.
En Apatzingán, la carne en chile negro del restaurante La Tradición me hizo cerrar los ojos para recordar lo que ya estaba olvidando: que comer puede ser un acto sagrado. El sazón de Yunuen Velázquez González —hija de la maestra cocinera tradicional Victoria González— es una declaración de identidad, una herencia viva.
Probé el aporreadillo, las corundas envueltas en hoja de milpa, las carnitas de Quiroga que chorrean historia y grasa bendita. El pan de Pátzcuaro y sus helados que acarician la lengua como el recuerdo de una infancia idealizada.


Y así, entre platillos y paisajes, entendí que la cocina michoacana no es sólo cocina. Es pedagogía, es memoria, es política. Es desarrollo sostenible. Son las manos de mujeres que siguen enseñando a las nuevas generaciones cómo se amasa el futuro sin olvidar las raíces.


Este viaje fue posible gracias a la colaboración de la Secretaría de Turismo de Michoacán, a la CANIRAC estatal, a CANACO Servytur y al compromiso incansable de Alondra Villaseñor. También tuvimos oportunidad de conocer lugares que muestran la otra cara contemporánea de la gastronomía local, como Rústico y Ribbs and Wings, donde los sabores actuales dialogan con la tradición sin borrarla.


Michoacán tiene de todo para todos. Pero si algo aprendí es que quienes viajan con el paladar abierto se van con el corazón lleno.
Hoy más que nunca, en este 2025 donde buscamos institucionalizar las propuestas ciudadanas y visibilizar la diversidad de los saberes, la cocina tradicional michoacana se alza como ejemplo de articulación comunitaria, arte vivo y motor cultural.
¡Viva la cocina! ¡Vivan las cocineras! ¡Viva Michoacán!

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